23/10/09

Duerme mi curiosidad


Duerme mi curiosidad. Descansa en los brazos de una botella añeja de la Borgoña, entre guisos de mil años. Está aletargada, cansada de tanto buscar, un poco harta de tanta novedad. No la despierta la palabra que le explica, ni tampoco la sorpresa. Busca, como el bebé, el pecho de su madre, los sabores que le hacen sentir bien. Tan harta de medianías que ya sólo le valen los perfumes que reconoce.

Se relaja en los brazos de los níscalos y la mantequilla, del orégano, de la vainilla, y de los aromas lejanos de un Chanel olvidado en una piel que ya huele a era y tomillo. Disfruta de los picotazos de guindilla de las salsas aceitosas del norte, los apimentonados del noroeste o los azafranados en amarillo del sur. Rezonga entre galletas María mojadas en café, se regodea con la acidez de un vinagre vulgar de vino blanco, se solaza con el olor de la violeta y el del trigo, el de la uva de la vendimia, despreciada por demasiada en los tractores, con granos que caen al suelo como lágrimas, aplastados por sus ruedas en un coupage con moñigas de oveja -churra, eso sí- difícil de olvidar.

Anestesiada por la edad, busca el refugio en tablas, como el toro manso, en el sofrito más primitivo, en el ajo morado y la cebolla. Maleducada porque no hubo otra, se recrea en vulgares salazones de sardina regados con yema de huevo frito, mezcla avergonzada y a escondidas el chorizo, con el manchego mejor curado; disfruta de bocadillos de nocilla, mejillones en escabeche o sardinillas pringosas de grasa. No hay excusas, no es Curiosidad Gourmet, para eso es tarde.

Acurrucada en el lomo de orza, se esconde entre platos hondos que mecen sopas calientes. Siempre hay un horno donde se cuece un caballito de San Antón o una pieza de pan candeal con anís. Sueña con sarmientos ardiendo, resinas que maceran el arroz con liebre, con un lamento por cada grano que no recuerda -segundos que se escurren en la memoria- y lagartijas al sol en la sobremesa. Morcilla, morteruelo, morcón, morro de cerdo; setas de cardo, guindillas y mollejas, el humo del Ducados, el Amor de Lolita y los sifones en la tienda del pueblo. Sifones que se mezclan con el vino para hacer olvidar una guerra.

Duerme mi curiosidad, todavía hedonista pero obesa, la noto lenta de reflejos y torpe. Espera sin prisa ni afán que la despierten.

Fotografía que ilustra: Campos de Castilla de Fernando García Lema

13/10/09

Perdiz roja

Dicen que el otoño llega en septiembre. El mío no, el mío amanece en octubre, más o menos a lo largo de la tercera semana; de repente, alguien apaga el interruptor y la luz natural se convierte en el amarillo pálido del neón, en haces blancos de bombillas fluorescentes. Los cielos de azul velazqueño quedan reservados para los fines de semana, días de atascos serranos, migajas de alegría, el prozac del madrileño con auto.

Desempolvo entonces mi hambre, desanimada por el verano y el calor, y con ella la cuchara honda. Con el preludio de la tórtola, como aperitivo ligero, llega la caza menor, la volatería y en concreto la que para mí es la reina: la perdiz roja. Como con tantas otras especies, el último cuarto del siglo XX no le ha sentado bien a este ave; la población salvaje menguó en exceso y de la necesidad del mercado nacieron las granjas de crianza. Con ellas, esa frase que triunfa en cualquier sobremesa y que provoca asentimientos quedos del publico: "es que las perdices de ahora ya no saben como las de antes".

Y es cierto, aunque hay más factores y más importantes que el hecho de que crezcan cautivas. El principal es que la perdiz roja -Alectoris rufa- es alérgica a las granjas, no se adapta. Para solucionarlo se tiró de la versión asiática, la Alectoris Chukar, a la que delata la franja gris oscura en la frente, que en el caso de la roja es amarronada. Algunos granjeros, saltándose con torería la legislación española -Ley 4/89- mezclaron ambas especies, buscando la presentación de la perdiz roja y el comportamiento y ciclo vital de la Chukar, mucho más dócil y productiva.

El problema se ha agravado con la suelta de ejemplares de esta variedad fuera de las granjas, en las repoblaciones que se han sucedido durante los últimos años. Las razas se han mezclado, la pureza genética se ha modificado y llegan híbridos extraños con plomazos en el cuerpo y etiqueta de "perdiz roja". Prácticamente indetectables a la vista, el aspecto es el de una perdiz roja, pero es otra cosa, lleva un ADN mixto, los cazadores dicen distinguirlas fácilmente por su diferente comportamiento durante la caza.

Con todo y con ello la experiencia francesa en Las Landas, a partir de aves semicriadas -dicen ellos, optimistas, en semilibertad-, parece demostrar que el problema no está en la existencia de las granjas, sino en el cuidado a la hora de elegir la raza y mantenerla pura, sin cruces. Son estas gabachas mucho más regulares en su sabor que lo que encontramos habitualmente en los mercados españoles como perdiz nacional; quizá porque los estudios de campo que se han hecho, apuntan a que al menos un 30% de lo que compramos, es este Frankenstein de dos patas y carnes tiernas que necesita de mucho menos tiempo de cocción -se puede guisar en apenas una hora-, y sabor ligero. Tan sólo un pálido remiendo del original.

Quien sabe, la memoria tiene sus escondites -trucos sucios-, a lo peor es sólo una ilusión, aunque sospecho que realmente es otra guerra perdida. Entre los mejores recuerdos gastronómicos que guardo, están aquellos botes de perdices manchegas escabechadas -preparadas en casa con mimo- que abríamos en las comidas familiares hace más de veinte años. Eran los trofeos de los madrugones de los domingos de otoño en el campo, bien preñados de perdigones y de sabor.

Cuadro que ilustra: Idaho Long Tail Pheasant de Kenneth LePoidevin.