29/3/09

Emoción


Acabo de llegar de un congreso con las ideas claras: lo que no se puede medir no existe. En los "Diálogos de cocina" que se han celebrado en San Sebastián se ha profundizado en el mundo de las sensaciones, en esa aspiración humana que es medir, para, una vez así, poder reproducir una vez tras otra la experiencia más sublime, sin más complejidad que seguir una receta de pastelería.

Cada noche, en la oscuridad, ansío por un segundo que se pudiera. Que, como en una película de ciencia ficción de los años 50, unos electrodos aplicados en tu cuerpo pudieran trazar en curvas infinitas el placer de cada bocado y aroma. Movimientos espasmódicos de una aguja larga y afilada, tal cual si fuera un test de sinceridad, volviéndose loca cada vez que percibieras un poco de mantequilla y ralentizándose perezosa en el primer aroma de vainilla o de nuez moscada, tambaleando en cada ocasión que un recuerdo de la infancia se pasease por tu neurona, ociosa y receptiva. Y así, tu paladar sería mi sonda, guiaría a la máquina, dibujando un autorretrato útil, el de tus sensaciones. Guardaría cada uno de estos cuadros con avaricia, te conocería mejor que nadie, sabría del más íntimo de tus secretos, tu infancia, tus pecados. El camino que me lleva a tu placer.

En el congreso he aprendido que, aquello que hacía a ciegas tenía un porqué; estaba escrito desde hacía centenas de años en los libros. Lo he aprendido de Ferrán Adriá, expeditivo, que con un atrevimiento infantil y genial se atreve a decir que la cocina es "la disciplina más transversal que existe". Mi cocina es como la suya, cocina de termómetros, manómetros y relojes, perfecta y regular. Pero esto no es suficiente para mí, si hemos involucrado a la física y a la química, ¿Por qué no involucrar a las ciencias sociales? ¿Por qué quedarse en el plato que se sirve delante del cliente? ¿Por qué no puedo decidir no sólo sobre el menú o la música o sobre la luz, por qué no puedo decidir tu compañía? Quiero controlarlo todo, decidir lo que vas a sentir, cuándo y cómo.

Ah sí, el plato perfecto, un destilado emocional. Cocciones cronometradas al segundo, compondría para ti un plato personalizado que te haría llorar en cada bocado, sería feliz cocinando lo que tú, sin saberlo, exijas en cada parpadeo. Pero bien sabes que no sería suficiente, querría hacerte compartir la mesa con quien yo quisiera, grupos de gourmets perfectos sentados al lado de gourmets perfectos, conversaciones hermosas como círculos, ojos azules, frentes morenas, cabellos rubios, tanta belleza y perfección como se haya concebido nunca, un grado será un error, unos gramos de más inaceptables. Ni precio ni tiempo, el único objetivo sería tu felicidad, el hedonismo más puro, aislado de cualquier tipo de contaminación, alejando hambres, enfermedades y problemas.

Querría que en cada segundo comieras el plato como yo proponga, olieras lo que debes oler, oyeras lo que deberas oir, sintieras lo adecuado. Maridajes interminables, decenas de elementos combinados en la manera correcta. Yo moveré el hilo de tus sentidos y seré el maestro de ceremonias que diga cómo, cuándo, con quién; el porqué será sólo mío. No habrá un sólo momento para la improvisación, la emoción no lo permite

Cada bocado será sublime, como coros imperfectos y guitarras desgarradoras, voces graves que se elevan sobre la letra y la música, todavía así, momentos incompletos, víctimas de la excesiva pasión, que puliré para conseguir un todo perfecto. Caricias maternas y visiones hermosas que te trasladarán a mi infancia, te transmitiré mis referencias culturales, el sabor de mi leche materna, mis vicios, los miedos que a nadie le confesaría, lloraré cada vez que tú seas feliz y sólo entonces yo seré feliz.

Al fin, mi emoción será la tuya.

Foto que ilustra: Anne Geddes, Pure

10/3/09

Crueldad

El restaurante se iba llenando poco a poco. Un sitio que se jactaba de reunir a los clientes más adinerados de la ciudad, a los más exclusivos. Ella brillaba entre todos. Sus sesenta y cinco años recubiertos de joyas, su piel estirada y brillante, su olor casi dulce, casi amargo, su mirada exigente, el odio que exudaba, bastaba para concentrar toda la atención en unas décimas de segundo.

Los camareros temblaban a su paso, el medio gin tonic que tomaba como aperitivo iba retrasado en cuanto ella abría la puerta. El resto de los clientes miraban al jefe de sala con una media sonrisa, como al novillo que se torea una y otra vez en el espectáculo del Bombero Torero. El pobre hombre que por edad y peso ya no se ponía el uniforme, sino que se lo enfundaba, debía rezarle a Santa Marta –patrona de la hostelería- cuando veía su nombre en las reservas. Eran demasiados años bregando con lo mismo. No dejaba de tener gracia verla rechazar primero el aperitivo de jamón ibérico que le ofrecían por ser cuaresma -y por tanto demasiado ostentoso- y después el plato de trufa que ella misma pedía por no ser de buena calidad.

Tenía claro a qué iba al restaurante; por supuesto no se trataba de comer, le parecía vulgar y apenas probaba unos bocaditos de lo que le ponían en el plato, le importaba un bledo si estaba bueno o malo. Al restaurante se iba a ver y ser visto, a exigir cada céntimo de los euros –no demasiados, sería de nuevo rico- que iba a poner en la bandeja de plata. Con lo que de verdad disfrutaba era con dos huevos fritos y no se le ocurriría en la vida mojar un pedazo de pan en una salsa. Al menos en público. Allí con lo que se conformaba era con que la trataran un poquito mejor que al resto. A restregar su desprecio y su frustración a gente que no podía volverle la cara.

Quienes la veían desde fuera coincidían en la descripción: caspa, alcanfor, vinagre o rancia era algunas de las palabras favoritas que utilizaban para describirla. El sentimiento era mutuo: ellos la compadecían y viceversa. Hoy la platea tenía suerte e iba acompañada de su marido, un hombrecillo calvo que se hizo rico en el estraperlo de la posguerra y que le dio chapa y pintura a su apellido en la transición financiando un poco a unos y otro poco a los otros. Si no se hubiera casado con ella hubiera sido feliz, claro, pero le había faltado carácter para ponerla en su sitio y suerte para no encontrarla en el camino. La justificaba pensando que por algo la crueldad era femenina. Él era un hombre sencillo, hubiera disfrutado más en De la Riva con sus guisitos, pero puestos a tener que ponerse corbata no hubiera despreciado el cocidito de la casa, aunque lo hubiera tenido que cortar con cubiertos de plata.

Pero nada, no había manera: “Olerás a ajo”, “te subirá el colesterol”, “te dará gases”. Eran parte del repertorio favorito de un catálogo de humillaciones que recibía desde que su memoria alcanzaba y que concluía con la petición por parte de su señora de un vaso de agua, donde ante la guasa del personal, diluía una pastilla de Aerored. Obediente, sumiso, se tomaba la medicina bajando la mirada a sabiendas de que era conocido como “el pedorrín” en media ciudad. Pero hoy tenía prevista una venganza. Iba a ser una buena sorpresa, se iba a enterar. Había elegido bien el día, un domingo a la hora de comer, con el todo Madrid llenando el local, iba a tomarse la revancha.

Mientras remoloneaba con el plato de judías verdes que, dicho sea de paso, le daban asco, llamó al camarero. Le hizo acercarse ante la sorpresa de ella y le cuchicheó algo al oído. El camarero, blanco, dudó un segundo y se fue a la cocina. Volvió a los cinco minutos sujetando un plato donde había un chorizo, mientras una mirada enfurecida le fulminaba. El cortó un pedacito, el extremo más churruscado, lo olió y con extremo deleite se lo llevó a la boca. Lo disfrutó sólo unos segundos, con los premolares machacando la grasa, el pimentón, mientras recordaba la vida que no había tenido; de esta manera, feliz y sonriendo, decidió morirse.

Y así sucedió, ante el alborozo general y los gritos de ánimo que le jaleaban cuando boqueaba presa de los espamos de un ataque al corazón o de un exceso de pena.

Mientras, ella, gritaba exigiendo que alguien le solucionara la papeleta y un futuro de culpabilidad y explicaciones, a ser posible con un Alka Seltzer o un Gelocatil -por no pedir receta.

Él la miró a los ojos y le susurró: “Me muero por no aguantarte”.

Cuadro que ilustra: Devil Painting by Anneke Hut.

3/3/09

Catar


Catar vino es para mí un reto, supone mirar de frente a mis limitaciones. Me gusta abordarlo de la manera más libre y naif que pueda, aislado en lo posible de cualquier influencia que pudiera sugestionarme. Por eso evito las notas de cata, las veo lejos de mis capacidades, abstractas; procuro no leer ninguna. Valoro especialmente las catas a ciegas, me gusta convertirlo en un ejercicio solitario, subjetivo, retar en un tú a tú al vino en un duelo desigual, utilizando herramientas tan torpes como mis terminaciones nerviosas y mi cerebro. Cato en soledad por egoísmo e inseguridad, para evitar sufrir cuando algo evidente se me escapa, para no oír una descripción que está a una distancia insalvable de lo que yo puedo sentir.

Me revienta oír que “este vino está sucio”, que tiene “notas cítricas” debajo de una “profunda mineralidad”, cuando yo sólo soy capaz de captar un muro de notas lácteas que, como un defensa central italiano, me tapan cualquier posibilidad de llegar a conocer a mi rival. Si cato acompañado es para compartirlo, para lo bueno y para lo malo. Ya metido en faena prefiero decir lo que pienso –con el riesgo cierto de mostrar mi ignorancia- que callarme.

Me hago mayor y prefiero ser honesto conmigo mismo, desnudar poco a poco el vino sin intentar convertirlo en lo que me cuentan, que no deja de ser lo que es en los ojos, la nariz y la boca de otros. Sea poco o mucho, quiero que sea mío. Avanzo cada día la mitad de lo que lo hice el día anterior, sé que mi paladar jamás llegará al objetivo; es el límite que nunca alcanzaré. Y yo quiero sentirlo todo, distinguir cada detalle. No conseguirlo me entristece a la vez que espolea con clavos afilados mi autoestima.

No son pocas las veces que pienso que debiera abandonar esta contrareloj y dedicarme sencillamente a disfrutar sin desesperarme por cada milímetro que avanza el vino en mi paladar sin sembrarlo de sensaciones. Estoy seguro de que distinguir más matices no me hace disfrutar más, pero a estas alturas ya no puedo parar. Ansío conocer.

Los días que hay suerte, mi sensibilidad se despierta, está especialmente viva y los vinos dejan de ser iguales. Pasan de ser chinos gemelos a tener cada uno su propia personalidad. Un haz de luz que al principio sólo es blanca, se va descomponiendo en mi cerebro en pequeños hilos de colores diferentes; sabores y aromas. Esos días, me siento como un niño con un mecano, por fin reconozco las piezas, unas me son más familiares y otras menos; trufa negra, joyas en la arena de la playa, perlas en el océano.

A veces, las sensaciones son ligeramente diferentes de las que ya conocía sin ser idénticas, otras veces –y éstas son las mejores- absolutamente nuevas. Entonces, sólo entonces, si me encuentro seguro, intento grabarlas en mi cabeza, pasan a formar parte de mi pequeño catálogo de sensaciones. Una biblioteca con pocos títulos todavía, me temo. Las guardo con avaricia, con la mayor fidelidad posible –tampoco es fácil esta fase-, quiero estar seguro de reconocerlas si un día las vuelvo a ver.

Son los pequeños éxitos que me hacen feliz en un mar de frustraciones, de defectos –por desgracia- mucho más fácilmente reconocibles que las virtudes. Cada centímetro sensitivo que adelanto, encarece la botella que me gusta. Los vinos elegantes y bien acabados me parecen un poco menos interesantes que los vinos diferentes y con personalidad. Las botellas que hace un año me subyugaban hoy me gustan a secas; ser feliz delante de una copa me es cada día más difícil. Nunca es suficiente complejidad.

¿Os imagináis que pudiésemos conocer en cada trago un racimo diferente? ¿El sol, la lluvia, su entorno, su tierra, sus recuerdos, su vida? Sería bonito.

Cuadro que ilustra: Viñedo rojo de Vincent Van Gogh